
En las Iglesias Orientales, el Gran Ayuno es el periodo de ayuno más
importante del año en preparación para la Fiesta de Fiestas: ¡Pascua! Se
puede describir como un periodo de 40 días de oración, penitencia, y
ascesis. En la Iglesia bizantina el Gran Ayuno comienza el
lunes limpio, mientras que en la Iglesia romana la Cuaresma comienza
el miercoles de ceniza.
El propósito de ayunar no es para “satisfacer a Dios” al dañarse uno
mismo. No nos ganamos el amor de Dios sacrificándonos y torturándonos
por 40 días y volviendo a “la normalidad” en cuanto acaba la
Cuaresma. Si ayunamos es para acercarnos más a Dios y admitir que las
cosas de este mundo muchas veces nos alejan de Él, especialmente
cuando usamos en exceso lo que Dios nos da gratuitamente.
La abstinencia de todo mal—especialmente del pecado mortal—es la parte más esencial del ayuno. San Juan Crisóstomo enseño que “el valor del ayuno consiste no tanto en la abstinencia de la comida sino más bien en renunciar a las prácticas pecaminosas”. San Basilio el Magno explica: “Alejarse de la maldad consiste en restringir nuestra lengua, contener el enojo, suprimir los deseos malos, y evitar todo chisme, mentira y grocería. ¡En abstenerse de estas cosas es que se haya el verdadero valor del ayuno!”. De nada sirve abstenerse de algunos alimentos si con nuestra lengua nos comemos a nuestro prójimo. Es locura abstenerse todo el día de la comida pero fallar en abstenerse del pecado.
Para concluir, la práctica del ayuno nos debe ayudar a crecer espiritualmente y fortalecer las virtudes que a veces escondemos. Pero el ayuno es incompleto sin la oración. El propósito del ayuno es acercarse a Dios en oración.
Ponemos al lado nuestros deseos mundanos y buscamos a Dios en lugar de estar buscando qué comer o qué hacer, y mejor nos alimentamos de Dios en vez de gula y entretenimiento. Reemplazamos algo “bueno” por algo mejor: ¡oración y tiempo con Dios!
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